David Wilkerson era un próspero pastor en una congregación de Philipsburg, Estados Unidos. Hacía poco más de un año había llegado a hacerse cargo de ella, y ya la membresía se había quintuplicado. Junto a su esposa, había trabajado con ahínco, y podían estar satisfechos. ¡Pero Wilkerson no lo estaba! Al contrario, comenzaba a experimentar cierta clase de descontento espiritual.
Un día que no olvidará (9 de febrero de 1958) se produjo un cambio radical en su vida. Esa noche se hallaba frente al televisor mirando un programa de medianoche. Su esposa y sus pequeñas hijas, se hallaban dormidas. La historia que se desarrollaba frente a él la había visto incontables veces, con pequeñas variaciones. De pronto, perdió todo interés en ella, así que apagó el televisor y se levantó. Fue a su despacho y se sentó en la silla giratoria:
—¿Cuánto tiempo me paso todas las noches mirando esa pantalla?– se preguntó —. Por lo menos dos horas. ¿Qué pasaría, Señor, si vendiera mi televisor y pasara ese tiempo orando?–. (Era el único de la familia que miraba televisión).
La idea le resultó emocionante. “Substituye la televisión por la oración y verás lo que ocurre,” se dijo. De inmediato acudieron a su mente objeciones. Por la noche estaba cansado. Necesitaba relajar sus nervios y cambiar el ritmo. La televisión es parte de la cultura social; no es bueno que un ministro se aísle de aquello que la gente ve y que es tema de conversación.
Se levantó de la silla, apagó las luces y se paró junto a la ventana mirando las colinas bañadas por la luz de la luna. Luego le pidió una señal al Señor, una señal que estaba destinada a cambiar su vida. Impuso a Dios una condición difícil, según le parecía, puesto que en realidad no quería dejar la televisión. —Jesús – dijo – necesito ayuda para decidirme, de manera que he aquí lo que te pido. Voy a poner un aviso en el diario ofreciendo un venta mi televisor. Si tú apoyas la idea, haz que un comprador aparezca de inmediato. Que aparezca dentro de una hora ... no; dentro de media hora de haber salido el diario a la calle.
Cuando le habló a su esposa respecto de su decisión a la mañana siguiente, ella no pareció impresionada.
—Media hora– exclamó –. Me parece, David Wilkerson, que en realidad no quieres orar.
A la hora convenida, toda la familia estaba sentada en torno al teléfono, y con los ojos fijos en un gran reloj que estaba a su lado. A los 29 minutos sonó el teléfono.
—¿Tiene un televisor para la venta?– le preguntó un hombre al otro lado de la línea.
—Sí, es un RCA, en buenas condiciones, con pantalla de cuarenta y ocho centímetros. Lo compré hace dos años.
—¿Cuánto quiere?
—Cien dólares – le dijo Wilkerson rápidamente. (Ni había pensado cuánto pedir hasta ese momento).
—Trato hecho –dijo el hombre– téngalo listo en quince minutos. Llevaré conmigo el dinero.
Desde entonces la vida de David Wilkerson no fue la misma. Todos los días a medianoche, en vez de hacer girar botones y perillas, entraba en su despacho, y, cerrada la puerta, comenzaba a orar. Al principio las horas parecían marchar lentamente y se ponía intranquilo. Luego aprendió a integrar la lectura sistemática de la Biblia con su vida de oración. Y aprendió lo importante que es establecer el equilibrio entre la oración que pide y la oración de alabanza. Aquella práctica situaba la vida en una perspectiva distinta.
Así fue cómo aquella noche de 1958 marcó el comienzo de una larga y fructífera historia en la vida de David Wilkerson. Poco después se trasladó a Nueva York, donde fundó el Centro de Rehabilitación “Teen Challenge”, que ha conducido a centenares de jóvenes drogadictos al Señor Jesucristo, entre ellos el conocido predicador Nicky Cruz.
El hábito de orar a la medianoche lo ha conservado Wilkerson a través de los años. Es la hora de la comunión íntima con Dios –que espera con ansias– y que ha sido motivo de inspiración y guía constante en su ministerio.
www.Aguasvivas.cl (Adaptado de La cruz y el puñal, de David Wilkerson)
J&A
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