Es muy conocida la parábola que Jesucristo hizo y que fue recopilada por Lucas en su evangelio exactamente en el capitulo 15. La audiencia presente cuando esta parábola fue dicha estaba compuesta por: “los publicanos y pecadores que se acercaban para oírle”, y “los fariseos y los escribas que murmuraban, diciendo: Este a los pecadores recibe, y con ellos come”. La palabra pródigo (del lat. prodigus) de acuerdo al diccionario es: “Disipador, derrochador, Persona que consume, derrocha o desperdicia su patrimonio, un mal administrador”.
Esta parábola del hijo pródigo, o debo decir de los hijos pródigos, el Señor presenta, una vez más, la doble naturaleza del pecado. Con esto de doble naturaleza del pecado me refiero a que debemos ser liberados no sólo de nuestras obras de pecado externas, sino también de esa condición pecaminosa interna. El apóstol Juan en su primera Epístola presenta con toda claridad, la diferencia entre los pecados y el pecado. En su forma plural se dan a entender actos pecaminosos externos, aquellos que afectan a nuestro entorno, aquellos que involucran a otros. La forma singular exhibe una condición pecaminosa interna, el origen del pecado, el pecado original, la desobediencia, aquella naturaleza pecaminosa. A través de las Sagradas Escrituras, se observa claramente la doble naturaleza del pecado.
Vemos, en esta parábola que el hijo más joven es ejemplo de transgresiones carnales (pecado externo). Fue culpable de glotonería, embriaguez, libertinaje, derrochó, mal gastó, destruyó todo lo que su amoroso padre le había dado. En otras palabras, vivió perdidamente. El segundo ejemplo es el hijo mayor, quien permitió que se apoderaran de él los pecados del alma (pecado interno), los celos, el amor propio, el enojo, la envidia, las murmuraciones, la indiferencia, etc. No quiso perdonar al hermano, aun a su mismo padre le reprochó algunas cosas.
Esto implica que la obra de Jesucristo en la cruz y el ministerio del Espíritu Santo son doble, su obra en nosotros es integral. Por una parte nos regenera, se entiende por esto que el Espíritu Santo opera a semejanza del agua, limpiándonos de nuestras culpas externas, cambiando nuestra conducta. Y por otra parte nos santifica, se entiende que opera como el fuego, purificándonos de impurezas internas, sanando heridas del alma y liberándonos de nuestra naturaleza. Ambos ministerios son esenciales para la plena redención del ser humano.
No seamos pródigos…
Esta parábola del hijo pródigo, o debo decir de los hijos pródigos, el Señor presenta, una vez más, la doble naturaleza del pecado. Con esto de doble naturaleza del pecado me refiero a que debemos ser liberados no sólo de nuestras obras de pecado externas, sino también de esa condición pecaminosa interna. El apóstol Juan en su primera Epístola presenta con toda claridad, la diferencia entre los pecados y el pecado. En su forma plural se dan a entender actos pecaminosos externos, aquellos que afectan a nuestro entorno, aquellos que involucran a otros. La forma singular exhibe una condición pecaminosa interna, el origen del pecado, el pecado original, la desobediencia, aquella naturaleza pecaminosa. A través de las Sagradas Escrituras, se observa claramente la doble naturaleza del pecado.
Vemos, en esta parábola que el hijo más joven es ejemplo de transgresiones carnales (pecado externo). Fue culpable de glotonería, embriaguez, libertinaje, derrochó, mal gastó, destruyó todo lo que su amoroso padre le había dado. En otras palabras, vivió perdidamente. El segundo ejemplo es el hijo mayor, quien permitió que se apoderaran de él los pecados del alma (pecado interno), los celos, el amor propio, el enojo, la envidia, las murmuraciones, la indiferencia, etc. No quiso perdonar al hermano, aun a su mismo padre le reprochó algunas cosas.
Esto implica que la obra de Jesucristo en la cruz y el ministerio del Espíritu Santo son doble, su obra en nosotros es integral. Por una parte nos regenera, se entiende por esto que el Espíritu Santo opera a semejanza del agua, limpiándonos de nuestras culpas externas, cambiando nuestra conducta. Y por otra parte nos santifica, se entiende que opera como el fuego, purificándonos de impurezas internas, sanando heridas del alma y liberándonos de nuestra naturaleza. Ambos ministerios son esenciales para la plena redención del ser humano.
No seamos pródigos…
J&A
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