sábado, octubre 3

Sublime Gracia

“Sublime gracia del Señor,
que a mí, pecador, salvó,
Fui ciego, mas ahora veo yo,
perdido y El me halló.

Su gracia me enseñó a temer,
mis dudas alejó,
¡Oh, cuan precioso fue a mi ser,
cuando Él me transformó!.

En los peligros o aflicción,
que yo he tenido aquí,
su gracia siempre me libró,
y me guiará feliz.

Y cuando en Sión por siglos mil,
brillando esté su sol,
yo cantaré por siempre allí,
que su amor me salvó”.

Este himno Amazing Grace o “Sublime Gracia” es muy conocido en la himnología cristiana mundial y fue inspirado en el libro de I Crónicas 17:16. En este pasaje, David y su familia se maravillan por haber sido escogidos por Dios para reinar sobre Israel.

El compositor de este himno, John Newton (24 de julio de 1725 - 21 de diciembre de 1807), antes de su conversión al cristianismo, era un marino inglés que traficaba con esclavos africanos, y ejerciendo este vil oficio quedó cojo al recibir un arponazo en una pierna.

Es así que John Newton concibe las estrofas de este himno, en cuyo texto traducido al español encontramos la letra que ha sido y es de gran bendición para generaciones de cristianos en todo el mundo. Este himno histórico acompaña en los clásicos de las canciones evangélicas: “Roca de la Eternidad” (Rock of the Ages), el centenario “Cuan grande es El” (How great you are), y otros como el tema “Oh, qué amigo nos es Cristo”, y el no menos conocido tema infantil “Cristo me ama” (Jesus Loves me).

El siguiente relato en una carta por James R. Krabill, Boletín CEMB Nº 50, sept./oct. 1999
“Imagínate esta escena de un juicio reciente en Sudáfrica. Una débil ancianita de raza negra se incorpora lentamente. Tiene algo más de 70 años de edad. Ante ella, al otro lado de la sala hay varios agentes de seguridad, policías blancos, uno de los cuales, el Sr. van der Broek, acaba de ser juzgado e implicado en los asesinatos del hijo y del marido de la mujer hace varios años.

Fue en efecto el Sr. van der Broek, queda ahora establecido sin lugar a dudas, quien había venido a la casa de la mujer años atrás, se había llevado a su hijo, le había disparado a bocajarro y luego quemado el cuerpo del joven en una hoguera mientras él y sus subordinados se dedicaban a estar de juerga.

Pocos años después, van der Broek y sus secuaces habían vuelto para llevarse también a su marido. Pasaron muchos meses sin que ella supiera nada de él. Por fin, casi dos años después de la desaparición de su marido, van der Broek vino a por la mujer. ¡Con cuánta claridad recuerda ella aquella tarde, cuando fue conducida al lugar junto al río donde le mostraron a su marido, atado y lleno de golpes pero aún fuerte en el espíritu, que yacía sobre un montón de leña! Las últimas palabras que oyó de sus labios mientras los agentes echaban gasolina sobre su cuerpo y le prendían fuego fueron, «Padre, perdónalos».

Y ahora la mujer se incorpora en el juzgado y oye las confesiones que pronuncia el Sr. van der Broek. Un miembro de la Comisión Sudafricana para la Verdad y la Reconciliación se vuelve hacia ella y le pregunta, «Y bien: ¿qué desearía usted? ¿Cómo ha de ejecutarse la justicia en este hombre que ha destruido su familia con tanta brutalidad?»

Desearía tres cosas —empieza la anciana con calma pero sin titubear—. En primer lugar, quiero ir al lugar donde quemaron a mi marido para poder recoger el polvo y dar una inhumación honrosa a sus restos. Hace una pausa, luego continúa:

Lo segundo es que mi esposo y mi hijo eran toda la familia que yo tenía. Desearía, por tanto, que el Sr. van der Broek sea de ahora en adelante hijo mío. Quiero que venga a verme al gueto dos veces al mes para pasar el día conmigo y que yo pueda así dedicarle todo el amor que todavía me pueda quedar.

—Y por último —añade—, desearía una tercera cosa. Quisiera que el Sr. van der Broek sepa que le doy mi perdón porque Jesucristo murió para perdonar. Este mismo fue el deseo de mi marido. De manera que ruego que alguien me ayude a parar de esta silla, para que pueda cruzar esta sala con el fin de estrechar al Sr. van der Broek entre mis brazos, besarle, y hacerle saber que de verdad ha sido perdonado.

Mientras los alguaciles ayudan a la ancianita a cruzar la sala, el Sr. van der Broek, sobrecogido por lo que acaba de oir, se desmaya. Mientras se desploma los que están presentes, amigos, familia, vecinos, todos ellos víctimas de décadas de opresión e injusticia, empiezan a cantar suavemente pero con intensidad, «Sublime gracia del Señor, que a mi, pecador, salvó».

J&A

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